Agricultura de terraza
Fresnos, grevilleas, molles, la especie que llaman
jaboncillo, sauces, poncianas, melias,
cerezos de Japón, ficus, seres
sobre los que zarpa el deseo, demasiado puros
para la felicidad, producen hundimientos.
Ceibos, casuarinas, higueras.
Cormoranes, pelícanos, ostreros,
gaviotas peruanas y gaviotas de Franklin,
gaviotines, piqueros de pata azul, zarcillos,
guanayes, playeritos, chorlos nevados,
chillidos en la mente de un esquizofrénico
y todas las formas de una imposible hermandad.
Así fue siempre. Junto al mar,
pensar en el sentimentalismo de los árboles,
en el parque oír el impulso
de las aves marinas. Caminar por el puente
donde salta la gente en Lima, cubriendo
lo que está con lo que existe.
A veces Paula me distraía
con los distintos moños que usaba
para sujetar su cabellera y hablábamos
de los millones de cometas
con que las asociaciones libres poblaron
el universo para hacerlo una celebridad.
Otras veces hablaba con un amigo
al que su esposa negó tres veces. En silencio
aprendió alemán y jardinería. “Un jardín
se contiene a sí mismo. No tienes
que pensar más. Es, si quieres, un sistema coralino,
ya que has ido mucho al océano. ¿Por qué
no te conviertes en el traductor de las flores?”
Otras veces leía sobre personas
que son felices en el amor.
Mientras tanto, bajaban bueyes
de los más abruptos pueblos tibetanos
y se sentaban a mi vera. Reposaban.
No quieras saber cuán profundos son sus ojos.